Mujeres y Salud - Revista de comunicación cientifica para mujeres
 
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Plenitud. Descubrir la libertad en el sexo a los cincuenta
Esperanza Aguilá

PLENITUD

Camina descalza por la habitación en penumbra para no hacer ruido. Se desabrocha la bata hasta la cintura. El sujetador contiene con dificultad el pecho. Suelta el cierre que une las dos copas y descubre uno. Con una gasa húmeda se limpia el pezón. Luego lo sujeta entre dos dedos y aprieta. Brota una gota de leche, resbala por la aureola y cae. Se acerca más a la cama. La segunda gota moja la comisura de los labios del hombre que duerme.

Entonces ella se agacha y coloca el pecho desnudo sobre la almohada. El pezón roza los labios todavía cerrados y toma forma, sin abrir los ojos deja que el pezón entre en la boca. Empieza a chupar y deja conducir su mano dócil sobre las piernas hasta el pliegue que ella le ofrece bajo la bata.

Cuando acaba, ella se cubre el pecho. Se incorpora y repite la misma operación de la gasa húmeda con el otro pezón. Rodea la cama. Se acerca a la cuna. Levanta al bebé sin despertarlo, se tumba al lado del hombre y coloca al niño frente a ella. Le ayuda a meterse el pezón en la boca y vela, para que el sueño no la venza ahora que se siente más ligera.

DESCUBRIR LA LIBERTAD EN EL SEXO A LOS CINCUENTA

Sentía la presión y el calor de su cuerpo acoplado al mío. El contacto de las pieles húmedas y vibrantes y el placer fluyendo, como un río caliente que corre veloz o se detiene en un meandro o se desborda, para luego volver a su cauce y seguir deslizándose. El placer nacía del interior de los vientres, de la unión de los sexos, de la acogedora oscuridad de la vagina, de las bocas ávidas ahora devorándose, ahora acercándose para rozar los labios como se acarician los pétalos. De los ojos que se abrían para leer en la expresión del otro. De las miradas penetrantes cerrando el círculo por donde circula esa sustancia hecha de uno y del otro, de la materia tangible y volátil que nace y crece de los dos cada vez. Así andábamos aquella tarde, mecidos por una marea que nos atrapaba en el tiempo y nos suspendía en el espacio, en un lugar del cosmos al que sólo nosotros dos podíamos llegar.

Sentía la marea y me dejaba transportar por ella. Sin darme cuenta me encontré en un desván desnudo y desconocido. Frente a mí destacaba como una invitación, una pequeña puerta oscura a la que se accedía subiendo tres peldaños. Me acerqué y la abrí. Me quedé apoyada en el quicio de la puerta contemplando la luz intensa, blanca y expectante como una hoja de papel y el prado tupido de verde hierba tierna que se extendía hasta donde me alcanzaba la vista. Algunas flores rojas interrumpían la monotonía del verde intenso y una se sentía agradecida al verlas allí. Traspasé el umbral y pisé la hierba, los pies se hundían suavemente en ella. Empecé a caminar. Me di cuenta de que el terreno no era plano sino ondulado. Mis pasos subían y bajaban por esas minúsculas colinas que hacían pensar en las dunas o en las olas del mar y pensé que había alcanzado una nueva dimensión. No estaba soñando, allí estaban nuestros cuerpos mojados de sudor, de saliva, de flujo vaginal, de semen. Aquella experiencia era como un viaje en el que partes y te quedas al mismo tiempo. Mi cuerpo, mis sentidos, mi amor estaban en aquella habitación pero una parte de mí accedía a un lugar inmenso donde yo también crecía. Una parte de mí había subido hasta allí y nos regalaba trocitos de prado y de luz. Me sentía libre. No había límites, ni en el cielo, ni en el prado ondulado, ni en el dulce subir y bajar de mi paseo. Ni en la alegría salvaje que subía por mi garganta y me hacía reír mientras mi cuerpo entero convulsionaba de gozo.

 

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