Mujeres y Salud - Revista de comunicación cientifica para mujeres
 
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La voz propia
Nati Povedano, Médica de Primaria

Muchas mujeres, llegada cierta edad y con una mirada retrospectiva, al pensar en su vida afectiva y sexual, tienen una sensación de extrañeza, como si no se reconocieran plenamente en las imágenes del pasado. Como si antes hubieran tenido nublado el entendimiento.
Nuestra historia ha sufrido de muchas injerencias, principalmente culturales, que han impuesto una manera de ver, de sentir y de expresar que no hemos sentido nuestra. A continuación me gustaría hacer un breve repaso a los hitos de ese orden impuesto.

EL CURRÍCULO OCULTO

Los procesos de aprendizaje de la realidad social en la esfera de la sexualidad y los sentimientos se remontan a la infancia. Nos han educado, la mayoría de las veces, sin palabras, así sin decir nos mostraban cómo era el comportamiento sexual que se esperaba de nosotras. Esto es lo que las docentes llaman currículo oculto.

La enseñanza transmitida mostraba distintos aspectos:

• Hay una manera masculina y una manera femenina de amar y desear.
• Nosotras somos las garantes del amor con el otro sexo. Somos las cuidadoras de las necesidades de los y las demás.
• Nuestra imagen debe reflejar la feminidad, la ternura y la belleza.

A través del cine y la literatura aprendimos el amor romántico, ese que nos hace ordenar nuestra historia personal en torno a la consecución de pareja. La consecuencia que tiene este objetivo en la vida de las mujeres es triste: abandono o minusvaloración de otros proyectos vitales tan importantes como la carrera profesional, haciéndolas vulnerables y dependientes del otro.

Las mujeres, al enamorarse, pasan por una fase de enajenación transitoria, viendo al hombre como tabla de salvación, imaginando que les proveerá de amor y protección toda la vida. Ese imaginario es fuente de mucha frustración al revelarse la realidad de los hechos. Según Freud jamás nos hallamos tan a merced del sufrimiento como cuando amamos.

En los hombres, el amor cortés o romántico, que todavía corre por sus venas, eleva a la mujer a un pedestal, no se le ama a ella sino a su imagen. De este modo, cuando la mujer ya no responde a esa idealización, otra mujer puede sustituirla. De ahí el miedo al abandono que podemos sentir las mujeres y de ahí la competitividad entre nosotras, que marca una relación de mutua desconfianza; somos peligros potenciales unas para las otras.

Tanto hombres como mujeres hemos vivido en nuestros corsés, hemos respondido a lo que debíamos más que a lo que deseábamos pero, claro, siempre queda una pequeña huella de rebeldía que tarde o temprano emerge y discurre buscando vías alternativas, caminos que son difíciles y dolorosos y, muchas veces, solitarios pero ineludibles.

“La lucidez es dolorosa pero también es la que produce la auténtica felicidad”. Alejandra Pizarnik

EL LENGUAJE DEL CUERPO

Vivimos y pensamos nuestro cuerpo como un cuerpo para ser mostrado más que para ser sentido. La apariencia, lo que es visible a los demás es lo que importa, el tamaño de algunas partes, la redondez de otras, el peso de todo él, el juego de tapar o descubrir.
La impostura del cuerpo con toda esa industria que nos quiere vender un patrón único de modelaje. El tiempo perdido para otras causas lo empleamos en quitar pelos, cambiarlos de color, masaje por aquí, maquillaje por allá, buscar ropas que nos hagan más delgadas, atractivas y jóvenes. El precio que pagamos por todo esto, aparte de lo económico, es estar cada vez más alejadas del cuerpo sentido y apropiado (de propio).

Dice Naomi Wolf que cuando ya habíamos superado la mística de la domesticidad aparece el mito de la belleza que sigue ejerciendo en nosotras el control social. Es un mito que nos hace vulnerables a la aprobación ajena.

Cada persona, para saber quién es, ha de ser consciente de lo que siente. Nos relacionamos con nuestro cuerpo a partir del aspecto exterior y no a partir de lo que sentimos. Nuestro cuerpo necesita ser habitado, es así como podemos vivir en armonía ya que de esta manera nuestros sentidos se agudizan y nos cargamos de energía. En esto radica la esencia de la sensualidad, en aprovechar al máximo nuestra capacidad de sentir.

Otro aspecto interesante a considerar es la utilización del cuerpo para poner en marcha la máquina del deseo masculino. Ese lenguaje, centrado en el cuerpo, es una tentación continua sobre todo para las más jóvenes, ya que aviva rápidamente el interés de ellos. El otro lenguaje, el de la lógica y el conocimiento tiene un eco mucho más débil y parece que no interesa tanto a “los oyentes”. Dice Dacia Maraini, hablando de la incompatibilidad de los dos códigos lingüísticos: “el que toma como medida el cuerpo, tiene mucha más energía que el otro, porque basa su fuerza en dos mil años de historia y transmite la antigua sabiduría del decir sin decir del cuerpo femenino”.

Si nuestra atención se halla centrada en qué aspecto tenemos o en la opinión que tienen los demás sobre nosotras descubriremos que es imposible escuchar nuestra vocecita, la que mejor nos guía.

Y qué decir de los genitales, “mis partes” como lo llaman algunas, paradójicamente, cuando precisamente es de las zonas más desconocidas para muchas mujeres que no se han mirado nunca la vulva, que parece una zona cuyo único destino es el espéculo y el pene. Si, como dicen, somos tan curiosas, ¿cómo se entiende que no tomemos un espejo y nos miremos atentamente?, ¿que no metamos nuestro dedo por la vagina y descubramos esa zona tan suave y húmeda?. He oído decir a muchas mujeres que no les gustan sus genitales, que el flujo es molesto, los olores. ¿Qué cultura es esta que hace que muchas mujeres sientan desagrado por una de “sus partes”?

Nuestra herencia cultural, basada en el patriarcado, nos dejó bien clarito que lo que era bueno para los hombres no lo era para las mujeres. A ellos les estaba permitido casi todo y nosotras teníamos que cuidarnos y protegernos de ellos por mor de las consecuencias. Para ellos el deseo, para nosotras el miedo.

Esa doble moral nos ha llevado a ocultar la verdad, a una decepción personal y a una decepción en las relaciones con los demás, tanto para mujeres como para hombres.

Hemos tenido que hacer grandes esfuerzos para silenciar los impulsos sensuales. El deseo, el motor que pone en marcha nuestras acciones, era vivido como un peligro para nuestra existencia, para la convivencia y conveniencia social. El miedo actuó de acicate, favoreciendo nuestra “compostura”. Y el amor era nuestro destino, un amor que implicaba el olvido de una misma.

En un momento dado nos alejamos de nuestra verdad y empezamos a vivir y contar una historia que no era la nuestra, el guión de esa historia tenía similitudes con los guiones de otras muchas mujeres. Fue al hablarlo entre nosotras, compartiendo nuestras experiencias, cuando nos dimos cuenta de cómo nos habían usurpado nuestro sentir, al seguir los dictados culturales perdimos en el camino nuestra voz. Es lo que llama Carol Gilligan la disociación: la capacidad de ser inconscientes o de no darnos cuenta de lo que, de no ser así, sabríamos. En la disociación no sabemos lo que sabemos. El proceso de recuperación se centra en la recuperación de la voz y, con ella, la habilidad para contar la historia de una misma.

Cuando la mujer busca el placer (el suyo) se aleja de la disociación, reconoce lo que sabe: la diferencia entre la presencia y la ausencia, entre el amor y el no amor.

 

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